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Del 17 al 19 de junio nuestra Parroquia ha peregrinado, como viene siendo tradición, al Santuario de Ntra. Sra. de Fátima (Portugal), lugar bendecido por la aparición de Ntra. Sra. a tres pastorcillos del 13 de mayo al 13 de octubre de 1917 para pedir la conversión, el rezo del Santo Rosario y la consagración a su Inmaculado Corazón.

A las siete de la mañana partíamos muy ilusionados desde Cádiz, y, tras el rezo de Laudes y de la consagración al Corazón Inmaculado de María, tomábamos un delicioso desayuno y llegábamos a la localidad de Olivenza, ya en Badajoz, donde conocimos su historia y su rico patrimonio, en especial, la muralla que la protege, los azulejos portugueses y el manifestador para la Eucaristía de la capilla de la Misericordia, las columnas de la Parroquia de Santa María Magdalena, la Parroquia de Santa María del Castillo y el curioso Museo Etnográfico, de oficios y costumbres populares. A todos nos llamó la atención lo bien que estaban representados los distintos oficios de entonces, en especial, la tienda de ultramarinos, la escuelita y la consulta del médico. Y más de uno respiró tranquilo con el avance de la medicina al contemplar los instrumentales que se usaban en esos momentos.

Después del almuerzo, emprendíamos de nuevo la ruta deseando llegar a nuestro destino. Una vez allí, con la acogida tan cariñosa de Carlos y su mujer, dueños del Hotel Santo Tomás, nos instalábamos y nos preparábamos para celebrar la Eucaristía. En ella, pusimos ante el altar las intenciones y las necesidades de tantas personas queridas que habíamos dejado en nuestra tierra. Nadie se olvidaba. Nadie quedaba atrás.

A continuación, la cena y, con nuestras velas, al emocionado encuentro con la Madre en la Capelhina. En el mismo sitio donde la Virgen se aparecía a los pastores, sobre una encina ya desaparecida. Allí mismo, rezamos el Santo Rosario junto a otros peregrinos venidos de todas partes del mundo. Al canto del “Ave de Fátima”, nuestras velas se elevaban al cielo junto a nuestras plegarias. Es ese el momento en el que la imagen de Nuestra Señora. recorre la explanada junto a los peregrinos, entre un mar de luz.

  

El trece de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iria. Ave, ave, ave María. Ave, ave, ave María. A tres pastorcitos la Madre de Dios descubre el misterio de su corazón. Ave...

Cansados de tan largo día, nos despedíamos de la Virgen de Fátima para descansar.

Al día siguiente, bien temprano, emprendíamos el camino del Vía Crucis que lleva desde Fátima hasta Aljustrel, camino que, entre olivares, recorrían los tres pastorcillos con sus rebaños ofreciendo sacrificios por los pecadores y que, con las 15 capillas de las Estaciones, es ahora lugar de oración y meditación de la Pasión del que es sacrificio único y verdadero. Del que derramó hasta la última gota de sangre por nosotros.

El padre Juan Carlos nos recordaba la importancia de la oración interior, de la meditación de cada una de las Estaciones, quedándonos con una frase, con una palabra que nos llenara, para no irnos de vacío. En silencio, y portando la cruz por turnos, vivíamos uno de los momentos más intensos de la peregrinación. Nuestro rezo finalizaba en el Calvario, y de ahí, orábamos ante el Señor en la capilla de San Esteban y visitábamos el lugar donde el Ángel se apareció a los niños para prepararlos para la venida de la Señora enseñándoles esta profunda oración: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”.

A continuación, pasando por Valihnos, llegamos hasta Ajustrel, aldea natal de los pastores. Allí, teníamos un ratito para visitar la casa de los niños, comprar la artesanía del país o, incluso, tomar un vinito de Oporto.

Ya por la tarde, y después de la comida, se nos dio la opción de descansar o bien visitar el Monasterio de Batalha, de tanta importancia histórica en la independencia de Portugal. Monasterio que fue construido para agradecer a la Virgen María la victoria de las tropas de Portugal sobre las de Castilla en la batalla de Aljubarrota en 1385, cumpliendo la promesa del rey Juan I de Portugal. Con la explicación del mejor guía que podíamos llevar, nuestro buen amigo y profesor Manolo Rey, contemplamos admirados el gótico tardío en todo su esplendor.

De vuelta, celebración de la Misa española en la Capelhina, junto con todos los peregrinos de lengua española que nos habíamos reunido en Fátima. En ella el Señor nos preguntaba en la lectura del santo Evangelio: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. No para el mundo, no para este momento histórico, para nosotros, en nuestra vida. ¿Quién es Cristo? En silencio, y en presencia de la Madre, recibíamos al Hijo para hacerse en nosotros camino, verdad y vida.

Por la noche, de nuevo el Rosario de antorchas. Un mar de luz acompañando a la Virgen. El Santo Rosario, misterios gloriosos, rezado en todas las lenguas, chino, vietnamita, inglés, francés, castellano, portugués, italiano…Iglesia universal que, por María, llega a Cristo. “Haced lo que Él os diga”.

A la mañana siguiente, antes de la Misa internacional, los peregrinos aprovechábamos para visitar la tumba de los Pastores en la Basílica antigua, confesar en la capilla de la reconciliación de la Basílica nueva, rezar ante la imagen de la Señora, nunca sola, comprar algunos recuerdos para los que se habían quedado atrás, llenar nuestras garrafas de agua en la fuente de la explanada del Santuario y comprar los tradicionales pastelitos de Belén o el riquísimo paté de sardinas, tan típico de allí.

Y, seguidamente la Santa Misa, en todas las lenguas, en todos los idiomas. Allí mismo, en la explanada. Con un sol radiante que iluminaba menos que la presencia consoladora de la Madre y del Hijo, en el misterio de la Eucaristía. Experiencia de Iglesia universal que camina detrás de Cristo, sabiendo que conoce nuestros caminos, nuestros dolores y sufrimientos, y que en ningún momento nos deja solos. Aprendiendo a descubrirle en los pobres, en los ojos que reflejan dolor, en los abandonados y, siempre, en el Sagrario

Una vez finalizada la Misa, la despedida de Nuestra Señora. Con los pañuelos blancos agitados en el aire. Adiós…pero no adiós definitivo. Porque Ella siempre está con nosotros, viene con nosotros. No se olvida nunca de sus hijos. No puede. Es Madre.

Gracias Madre, por estos tres días de gracia. Por tantas vivencias, por los momentos de fraternidad, de oración, de silencio. Por tanto que hemos recibido y que ahora traemos hasta nuestra tierra para compartirlo con nuestras familias, con nuestra comunidad parroquial, con nuestros amigos. Que siempre encontremos en ti, María, el modelo de perfecta discípula del Señor.